Hace
unos días tuve una visita curiosa: una mujer, de unos 58 años, acudió a la
consulta con una demanda en particular. Quería aprender a controlar sus emociones
ya que, según me dijo, su incapacidad de hacerlo era la causa que ella
identificaba como responsable de todos sus problemas. Semanas más tarde, en un
grupo de padres, de nuevo escuché hablar de la necesidad de controlar las
emociones.
La
palabra control significa, entre otras cosas, dominio, preponderancia,
inspección, intervención. En este caso, cuando nos referimos a controlar las
emociones, estamos expresando la necesidad de que una parte de nosotros ejerza o
tome el mando sobre otra parte. Y esa
parte que debe ejercer tal poder la situamos en la capacidad de la mente de
racionalizar cuánto nos ocurre. De manera que utilizamos la razón y la lógica para
sofocar aquello que, según parece, nos desestabiliza o nos molesta o, cuando
menos, nos intranquiliza.
En el mismo grupo, a continuación no supieron reconocer
qué es una emoción. A lo sumo, distinguían entre las emociones positivas y las
negativas, quedándose en el juicio: negativo, aquello que me hace sentir mal,
positivo, aquello que me gusta.
Positivo:
la risa, la alegría. Negativo, la tristeza.
Algunos hablaban del odio, otros de la frustración y, pocos,
poquísimos, de la rabia. La rabia, además de ser juzgada como negativa, es la
gran ausente. Es aquello de lo que todos nos avergonzamos porque la
identificamos con el descontrol. Y el descontrol nos hace sentir avergonzados y, además, culpables.
Así
las cosas, sería bueno entender que las emociones no son positivas o negativas.
En cualquier caso son adaptativas o desadaptativas, es decir, ante una
situación determinada la emoción nos llevará a adoptar una conducta específica. Si
ésta nos da un resultado bueno para nosotros, la emoción habrá sido adaptativa.
Mientras que en caso contrario, podemos decir que es desadaptativa.
Ante un peligro, una amenaza, el miedo es una
emoción que nos permitirá reaccionar. Ahora bien, si es excesivo y nos
paraliza, nos impedirá resolver la situación. Mientras que permitirnos conectar
con él nos llevará a la elaboración de una conducta para ponernos a salvo de la
amenaza.
De
la misma forma, ocurre con la rabia. El impulso agresivo es el que nos permite
accionar con el mundo: tener iniciativa, tomar decisiones, emprender proyectos.
Ahora bien, la agresividad contenida y no expresada (o reprimida) se convierte
en violencia. Violencia contra nosotros mismos o contra los demás.
Así
pues, más que de control, de lo que hemos de hablar es de reconocimiento (qué
estoy sintiendo, qué me está pasando, en qué situaciones me ocurre) y de gestión
(qué puedo hacer con lo que estoy sintiendo)
Lo
cierto es que hemos aprendido a vivir lejos de nosotros: no sabemos identificar
lo que sentimos y mucho menos, ponerle nombre. Así pues, ¿cómo vamos a poder
manejarlo?
En
un proceso terapéutico aprendemos primero a conectar con nuestras emociones; a identificarlas; a saber cuándo nos ocurren. Y, en segundo lugar, les damos un
espacio en nuestra vida, les damos cabida. Aprendemos a no negar nada de lo que
nos ocurre: si estamos tristes, lo reconocemos y aceptamos. Lo mismo si estamos enfadados, frustrados o dolidos.
No se trata de
abandonarnos a la tristeza, ni de andar pegando gritos por ahí. Pero todo lo que reprimimos y negamos se manfiesta o con mayor virulencia- Negar la tristeza puede llevarnos a la depresión. Reprimir la rabia, a la violencia.
Socialmente, no aceptamos bien la tristeza, como tampoco aceptamos la rabia. Ante
una persona triste, sacamos una batería de recursos con la intención de levantarle
el ánimo, como si nosotros mismos fuéramos incapaces de sostener su pesar.
“Yo
sé que ver y oír a un triste, enfada” decía Miguel Hernández. Nos cuesta tanto sostener y reconocer nuestras propias emociones que todavía nos es más difícil tolerarlas en los demás. Como si le viéramos las orejas al lobo. Automática, casi mecánicamente, ante una adversidad nos apresuramos a buscar “el lado bueno” de las cosas, “lo
positivo”. Y es cierto que toda
situación nos puede aportar algo bueno, siempre que sepamos entenderla y manejarla. Pero lo principal es poder reconocer lo mucho que nos duele, que estamos tristes y que somos capaces de
sentirlo. De otro modo, las lecturas positivas se convierten en formas sutiles
de escapar de una situación dolorosa.
Lo
más positivo, pues, es conectar con lo que sentimos, no huir de ello. Desde esa fortaleza
es cuando somos capaces de elaborar lo positivo de cualquier situación, por
desesperada y dolorosa que ésta sea.
Y es que al lobo hay que sostenerle la mirada, acompañarlo y no
tenerle miedo. De esa manera, dejará de ser feroz.
Nuria, me parecen muy interesantes todos esos pensamientos y te agradezco que los compartas. Me veo reflejada en el hecho de buscar siempre el lado positivo a las situaciones adversas. Cuando cuesta sostener el dolor que te produce una situación adversa, buscar la lectura positiva se convierte en mi tabla de naufrago. A través del trabajo personal, estoy aprendiendo a identificar las emociones que me producen dolor y a sostenerlas, para poder, desde la aceptación, buscar el lado positivo. A mi me ha costado y me sigue costando reconocer y aceptar mi sentimiento de rabia, supongo que me asusta por la mala prensa que tiene y por el temor a perder el control.
ResponderEliminarEstoy en un proceso de aprendizaje.
Un abrazo.
Cecilia
molt bo
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