Son las 8 de la mañana del mes de
junio. Por el pasillo del instituto es difícil avanzar: Siempre, por estas
épocas, significa un reto entrar en el aula; otro reto más conseguir un poco de
silencio para que te escuchen. Todavía me sorprende tanta vitalidad, tanta
fuerza. Las chicas se abrazan y se besan
como si hiciera tiempo que no se han visto, otras ya están contándose cientos
de cosas, excitadas, riendo, dando gritos. Los chicos van corriendo entre las mesas, o se agrupan en
bandas algo más silenciosas, alrededor de los móviles. Algunos, los de 14 o 15,
ya están con las chicas... puedo ver cuál de ellas lidera el grupo, cómo lo
hace. Les indico que hemos de entrar en el aula: algunos se muestran irritados
en extremo; otros, se muestran totalmente apáticos. La chica que lideraba el
grupito se gira hacia mi y me dice, con un tono de voz alto y un pelín
insolente: “ ¿es que no ves que
estamos hablando de nuestras cosas?”. Hace 25 años, esta respuesta me hubiera
molestado sobremanera. Hoy, me limito a informar, sin más, de que ha sonado el
timbre de entrada y que debemos entrar en el aula.
Las emociones en el adolescente
se caracterizan por las intensas oscilaciones en el humor: pasan de la euforia
al pesimismo, de la hiperactividad a la apatía, a la irritabilidad. Y en
primavera, todavía con más énfasis.
Esta variabilidad es fruto de
todas las transformaciones físicas y psíquicas que van sucediendo en ellos:
cambios hormonales, excitación corporal, la irrupción de la capacidad de tener
placer, debido a la incipiente sexualidad, los duelos por la infancia…todo ello
produce un coctel de vergüenza e hipersensibilidad,
que los hace hipersensibles a la crítica y a la mirada de los demás. Algunos
tienen mucho miedo a mostrarse, algunos se pavonean o exhiben.
En el adolescente, pensamiento,
sentimiento y acción van cada uno por su
lado: “pienso una cosa, siento una segunda y me comporto de una tercera
completamente distinta”. Esto acentúa la
sensación de descontrol, de extrañamiento.
En la adolescencia hay una
búsqueda compulsiva de placer inmediato, una necesidad de descargar la tensión,
sin medir las consecuencias, y traspasar los límites. En este sentido, los
adolescentes se caracterizan por falta
de contención de los impulsos y la poca resistencia a la frustración.
La impulsividad es motor vital
que lleva a la acción. Y las acciones de los adolescentes son irreflexivas, por
definición. Muchos padres se muestran preocupados y eso puede llevar a más de
un chaval a la consulta del psiquiatra. Sin embargo, el grado de normalidad de
una conducta o de patología lo da la
frecuencia de las acciones o actuaciones.
Estas actuaciones o “acting out”,
responden a la necesidad de descargar todo aquello que no puede ser puesto en
palabras. Suelen ser acciones irreflexivas, en ocasiones de carácter violento.
Reflejan un conflicto interno que
no se puede expresar verbalmente; y, habitualmente, indican que ha habido poca
escucha por parte del otro. Porque van dirigidos a otra persona,
son llamadas de atención, normalmente, a la función paterna, es decir buscando límites
y orden. A veces, estos actos
obedecen a la necesidad de sentirse igual o superiores que los compañeros;
otras son para huir de una realidad que les acucia y angustia (carencias
afectivas en cuanto a la gestión y control de las emociones )
En cualquier caso, cuando se
produce un acting-out siempre obedece a una situación de máxima impotencia, de “no
hay camino”. Bajo la aparente sensación de dominio de si que muestra el
adolescente, de estar más allá del peligro, estamos ante alguien muy
vulnerable.
El trabajo terapeútico se enfoca
en trabajar la causa de estas actuaciones con el adolescente. Obviamente,
también hay que revisar cómo están siendo las dinámicas familiares. El propósito
del terapeuta de adolescentes es que éste pueda crecer y desarrollarse
plenamente, y eso implica enseñarle a pensar, a reflexionar, a reconocer sus
emociones, a expresar lo inexpresado.
Núria Rocasalbas
Terapeuta Gestalt, profesora y madre.
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