Se acerca la Navidad. Lo sé porque mi hija me pregunta qué me gustaría que me regalaran. Y me sorprendo cuando veo que no deseo nada en especial. O, mejor dicho, no necesito "cosas".
Lo que valoro y necesito es tiempo. Horas vacías en las que perderme: mirar el techo, quizás salir a dar un paseo, tumbarme a leer una novela, rebuscar entre mis libros de poesía aquellas que más me han acompañado. Y silencio, por favor.
El silencio es hermoso, si. Es en el silencio donde podemos tomar conciencia de lo que nos sucede. Silencio y tiempo nos permiten entrar en contacto con nosotros mismos; son la puerta de acceso a nuestra persona, esa que habita bajo la máscara, bajo el disfraz. Para algunos, incluso, entrar en contacto significa percibir que hay una persona atrapada bajo un traje. Y que a veces, ese traje es estrecho; nos hace la vida incómoda, nos atrapa.
Necesitamos tiempo y silencio para recordar quienes somos: para observar cómo es la vida que llevamos y si se parece a la que, en algún momento, deseamos, quisimos, planeamos, o soñamos. O tal vez, simplemente, para darnos cuenta de cómo nos hemos dejado llevar por la corriente. La vida no espera: el tiempo se escapa entre las manos, como la arena, como el agua, como todo lo que tiene vida y movimiento. Para mí ese es su verdadero valor: que es único e irrepetible.
En cuanto al silencio, lo necesito para escuchar el cuerpo: puedo preguntarle qué sensaciones tiene; qué necesita. En silencio, puedo escuchar el corazón.
Por eso, me gustan cada vez más los momentos de silencio durante una sesión terapeútica: cuando ya creo que nada va a ocurrir y estoy a punto de intervenir, de pronto, se produce una pequeña revelación. Que bonito, me digo. Me doy cuenta de que lo sabemos todo, y que, realmente, como terapeuta, sólo facilito al otro el proceso de recuperación.
Claro que no siempre todo lo que escuchamos es fácil; precisamente esa es la función del ruído constante: tapar nuestro própio caos, o nuestra angustia. Nuestros particulares monstruos.
Y es que desde el silencio también entramos en contacto con nuestra sombra: aquellas partes de nosotros que no nos gustan especialmente. Para poder aceptarlas. A veces, algunos pacientes me insisten en que lo que necesitan es aceptar al otro: al hermano, al padre, a la pareja, al amigo... Yo suelo responder que hay que empezar por uno mismo: por aceptar lo que sentimos, lo que necesitamos, lo que deseamos. Aunque no nos guste.
Otros me insisten en que el tiempo lo cura todo...yo creo que no. Que lo único que cura es la conciencia. Y claro, para ir tomando conciencia de quienes somos, necesitamos mucho tiempo. Paciencia, constancia y hasta coraje. Ir quitando capas a la cebolla; o ir separando el trigo de la paja. Limpiar el farolillo para que la luz pueda alumbrar en todo su esplendor.
Me gusta mucho lo que dices aquí y como lo dices. El gran problema de la sociedad actual es precisamente el que señalas: la falta de tiempo. Pero no para hacer cosas, sino para escucharnos nosotros mismos y para escuchar al universo; porque cuando uno, o una, se escucha está escuchando también a los demás seres que habitan este mundo y, por ende, al universo entero.
ResponderEliminarY cuando eso sucede, que nos escuchamos y escuchamos al mundo que nos rodea, nos percatamos de que somos energía, que se manifiesta de diferentes formas (ser humano, animales, plantas, montañas, etc.), sí, pero que es en esencia la misma cosa. Muchas veces robamos energía (de aquí vienen la mayoría de conflictos) de los demás pensando que nos falta, pero si nos conocemos lo suficiente, si hemos estado con nosotros mismos a menudo, en silencio, nos damos cuenta de que no hace falta robar energía porque esa energía está en nosotros, es nosotros.
Un saludo