Esta idea me ronda por la cabeza
después del trabajo de este fin de semana. Me doy cuenta de que para muchos, el
cuerpo significa el soporte mecánico en el que, de algún modo, nos alojamos. Un
envase a nuestro servicio. Un contenedor al que, de vez en cuando, hay que
atender porque puede fastidiarnos enfermando, con mayor o menor gravedad, y eso
supone un contratiempo. La enfermedad nos detiene, nos impide continuar con
nuestra vida, en casos graves significa un dolor importante y, en todos los
casos, la vivimos como un estorbo.
El cuerpo habitado
Y, sin embargo, nuestro cuerpo es
el campo en el que se desarrolla la vida. Me explico. Es en el cuerpo donde se
manifiestan las emociones: miedo, tristeza, rabia, alegría…por citar las cuatro
básicas. Y allí se alojan y viven. Aunque nosotros ya no las sepamos reconocer,
y, por lo tanto, mucho menos gestionar. La especie humana nos ha dotado con las
emociones para sobrevivir: cada una de ellas predispone al cuerpo para un tipo
de respuesta: nosotros no elegimos la reacción. Su función es preservar la
vida. Su objetivo, regular el proceso, la salud, la supervivencia, el
bienestar. Sus manifestaciones son visibles en el cuerpo. Y preceden a
cualquier cosa: cuando nos embarga una emoción, en el cuerpo sucede un cambio y
el cerebro piensa. Aunque nosotros no tengamos conciencia de ello.
El cuerpo vivo
Observo una cierta tendencia en
la gente a creer que un cuerpo vivo es un cuerpo saludable; un cuerpo trabajado
atléticamente; un cuerpo ejercitado, entrenado, planificado, controlado. Sin
embargo, pocas personas atienden a su cuerpo. No saben cómo se siente. No
entienden los mensajes que nos envía. O, sencillamente, lo viven como un
apéndice que molesta y al que hay que doblegar, someter a dieta, ignorar o
anestesiar.
La íntima conexión que hay entre
la vida y nosotros queda así totalmente desatendida. La falsa creencia de que
somos mente y cuerpo está ya puesta en entredicho con los nuevos aportes de la
neurociencia que ponen énfasis en que el cuerpo es origen y almacén de las
experiencias emocionales. Razón y pasión son la misma cosa: cualquier decisión
que tomemos la tomamos desde las vísceras: siete segundo antes del pensamiento.
Lo emocional es origen de lo racional, como dice A. Damasio: ¿Y cuál es el
error de Descartes? Pues creer que la mente existe de forma independiente al
cuerpo, una idea profundamente arraigada en la cultura occidental desde
entonces.
Lo vivido y su huella corporal
Las experiencias que vivimos a lo
largo de nuestra vida y muy especialmente, en la infancia, se quedan grabados
como mapas en nuestro cuerpo, que guarda una huella somática de todo cuanto nos
ha sucedido. Por eso, el cuerpo siempre sabe. Y cuando las experiencias vividas
son de miedo, de dolor, de indefensión, de culpa, de vergüenza, de
vacio…dejamos de atender a lo que sentimos, creyendo que así evitamos el dolor
y generando un sufrimiento constante en nuestra vida.
El cuerpo se defiende del miedo,
del dolor, del vacío con la tensión. Y nos pide que atendamos su dolor
enviándonos la enfermedad.
Esa es la razón por la cual escuchar al cuerpo es más que llevarlo al gimnasio, dejar de fumar o seguir una
dieta saludable. Es reconectarse con él, atender sus mensajes: es atreverse a
escuchar lo que necesitamos realmente para ser capaces de estar con lo que nos
pasa y atenderlo, ya sea agradable para nosotros o desagradable, como el miedo,
el dolor, la rabia, la tristeza. Frenar las emociones, negarlas, genera
malestar y sufrimiento. El bienestar es la capacidad de sostenernos en cada
momento con lo que nos ocurre. Esa es la verdadera actitud de entrega a la
vida, y esa es el verdadero compromiso con nuestro cuerpo.
*Antonio Damasio: “El error de
Descartes”
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