Releyendo a Clarissa Pinkola, “Mujeres
que corren con lobos”, encuentro este bello relato sobre la Mujer Esqueleto. La
historia de un pescador que, creyendo haber pescado un gran pez, descubre, horrorizado, que en su anzuelo se halla
enredado el esqueleto de una mujer.
En el cuento aparecen varios
elementos simbólicos acerca de la naturaleza del amor, entre ellos, la Mujer Esqueleto significa que en toda relación acontecen momentos de transformación y de cambio.
La autora nos propone un paralelismo: “una parte de todas las mujeres y de todos
los hombres se niegan a saber que en todas las relaciones amorosas la Muerte
también tiene que intervenir”. En efecto, pretendemos que en nuestras
relaciones prevalezca siempre la primera fase, el enamoramiento. El momento en
el cual todo parece posible, el momento de la ilusión y también, por supuesto,
de la fantasía. Huimos del conflicto, de lo que no es emocionante, de lo que
nos asusta. Muchas relaciones terminan así, creyendo que nos hemos equivocado
de persona y buscando encontrar el mismo estado con otra. De esta manera, vamos
repitiendo una y otra vez los mismos errores ya que al huir de lo que nos
asusta evitamos la transformación de lo que nos limita.
“Para amar de verdad – dice la
autora – hay que ser un héroe capaz de superar el propio temor”.
¿Y a qué tememos tanto? En
realidad, preferimos no mirar cuál es nuestro papel en la relación, negamos aquello
que ansiamos secretamente- ser amados – y que nuestro amante sea el bálsamo
para nuestras carencias. Entre las expectativas que le ponemos al amor, está la
de que el otro nos emocione, nos llene o cure nuestras heridas. Que nuestra
pareja sea nuestro analgésico.
Se tarda mucho tiempo en
averiguar que eso no es así, sobre todo, porque proyectamos la herida fuera de
nosotros en lugar de ocuparnos de ella para sanarla, dentro de nosotros mismos.
Sea cual sea la naturaleza de
nuestra herida- desde los que se esfuerzan sin descanso, los que sufrieron pérdidas
y viven en la negación del dolor, o bien en la huida compulsiva- únicamente la
conciencia de la herida y la compasión por nosotros mismos pueden dar lugar a
la sanación. Tocar nuestra herida es poner conciencia en que hemos vivido a la
defensiva por culpa del dolor que nos produce. Percatarnos de lo duro que puede
estar el corazón, de lo paralizada que está nuestra capacidad para amarnos a
nosotros mismos y, por extensión, para amar la vida y a los demás.
El corazón acorazado necesita
romperse para poder abrirse. Abrirse a la capacidad de confiar en que, cuando
se produce un final, habrá otro comienzo. La confianza en que todo tiene un
significado profundo, incluso los acontecimientos más desagradables, pues todas
las cosas que acontecen en nuestra vida se pueden utilizar como un aprendizaje
profundo que nos permite transformar aquellos aspectos de nuestra personalidad
que no nos permiten avanzar. Como dice la autora “Todas las cosas de nuestra
propia vida- las melladas, las abolladas, las melodiosas y las elevadas- se
pueden utilizar como energía vital.” Tenemos la capacidad de poder suavizar e
incluso sobrevivir cualquier dolor.
De esta manera aprendemos a Amar
sin reservas; al ocuparnos de sanar nuestras heridas, entramos en la compasión
y podemos ver al otro y aceptarlo tal y como es, con sus propias heridas.
Podemos amar como amábamos de niños, desde la inocencia, la confianza, sin
reservas.
CItas: Clarissa Pinkola Estés, Mujeres que corren con los lobos, cap.5, La caza.
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