El miedo
es una de las emociones básicas que rigen nuestra vida. Al igual que las otras,
el miedo cumple una función muy importante para nosotros: garantizar nuestra
supervivencia. Hablar de miedo es hablar de las reacciones físicas que sentimos
(desde palpitaciones, sudoración fría, tensión...) y de la reacción que emprendemos: huída,
parálisis, ataque…
Al nacer, pasamos de una
sensación de omnipotencia (en la barriga, todas nuestras necesidades son
satisfechas sin necesidad de hacer nada) a un estado de dependencia absoluta.
Eso genera ansiedad, ya que el bebé necesita, sobre todas las cosas, asegurarse
de ser cuidado. Para ello cuenta con su sonrisa y con su llanto, dos de los
mecanismos del sistema de apego, el sistema con
el cual venimos “equipados” de serie para conseguir vincular.
Porque sin vínculo, sin el otro,
no sobreviviríamos. La neurología nos lo
confirma: el cerebro del ser humano es un cerebro
social, necesitamos otro cerebro para que el nuestro se desarrolle. Vamos
evolucionando lentamente, siempre en interacción con el otro, configurando nuestros
“mapas neurales” a partir de las experiencias vividas en nuestra interacción
con los demás.
Para sobrevivir hemos de conseguir
que nos cuiden. Y ¿cómo han de ser estos cuidados? Esencialmente amorosos
y regulares: necesitamos ser mirados para poder reconocernos
posteriormente e individuarnos; necesitamos ser tocados y acariciados. Y
necesitamos saber que estos cuidados van a tener continuidad, no se van a
interrumpir. Aprendemos a organizarnos en función de la respuesta que obtenemos de nuestro cuidador, no de nuestras necesidades.
¿Qué ocurre, pues, cuando
nuestras necesidades básicas no son cubiertas? ¿Cuándo, como niños,
experimentamos inseguridad, angustia, miedo y recibimos, por parte de nuestros
cuidadores, expresiones que, o bien lo subestiman “ venga, si eso no es nada”,
o nos ridiculizan, “ vaya tontería”, “no pasa nada”. Frases que, dichas con la
mejor intención de calmarnos, lo que logran es que interioricemos mensajes acerca
de nosotros tales como “no tengo derecho
a sentir lo que siento” o “lo que siento es ridículo”. No olvidemos que un
niño no tiene capacidad de análisis, su cerebro racional se está desarrollando,
así que no puede cuestionar ni entender lo que escucha. Lo traga y lo cree sin
asimilar. Lo incorpora a su vida como un mandato,
como una programación que, posteriormente, irá rigiendo su conducta a lo largo
de toda la vida.
Una de las consecuencias que, como adultos, nos queda de esta
“programación” es que aprendemos a restar validez a lo
que sentimos. Así, cuando experimentamos una emoción, en lugar de
reconocerla y transitarla, adoptamos diferentes actitudes, que suelen ir desde
la represión o negacion “no siento nada, no noto
nada”, hasta la justificación de lo que estamos
sintiendo a partir de lo racional. De este modo, actuamos la creencia infantil
de que no tenemos permiso para sentir lo que sentimos.
Otra de las consecuencias, es el
desarrollo de estrategias para controlar el
miedo: con ellas intentamos calmar la ansiedad actuando sobre nuestro entorno.
Este control se puede ejercer de
diferentes formas:
-
Complaciendo: el
miedo nos impulsa a decir a todo que sí; la sonrisa del otro nos tranquiliza.
-
Cuidando: ante el
miedo y la inseguridad, cuido del otro, me preocupo del otro.
El problema tanto en complacer como en cuidar,
está en el desequilibrio: estar atento al otro significa que estoy desconectado
de mí, de mis necesidades, de mis emociones. Que no pongo límites. Que me
abandono. Y desde este lugar; ¿cómo puedo gestionar mis propias necesidades?
-
Controlando desde lo punitivo: reacciono al
miedo con agresividad.
Tomar conciencia
de lo que nos sucede es el primer paso para ser realmente dueños de nuestra
propia vida. Tomar contacto con el cuerpo, sede de todo lo vivido y
experimentado, para poder reconocer y nombrar
la emoción es imprescindible si queremos gestionarla en lugar de, simplemente,
reaccionar a ella. No se trata de control sino,
más bien, de poder tener la vivencia de la emoción,
designarla y atravesarla. Esa es la capacidad de estar en el aquí y ahora. Experimentar el miedo, por ejemplo, nos
puede llevar a actuar con prudencia.
Comentarios
Publicar un comentario