Las consecuencias de la imagen ideal
de la “madre perfecta” que muchas mujeres nos imponemos, genera en nosotras
mucha culpa, frustración, y ansiedad.
Ya no se trata solamente de saber “hacer croquetas”, no. El ideal va mucho
más allá.
Las madres perfectas leen todo cuanto aparece en el mercado acerca de cómo
criar y educar un hijo; arrasan las bibliotecas, puesto que la maternidad es
ese oficio en el cual “primero ejerces y luego te sacas la carrera”.
Las madres perfectas intentarán saber no sólo cómo alimentar a su hijo
equilibradamente, sino también saber cómo ocuparse de su educación, de su ocio,
de sus emociones, de sus manualidades, de sus deberes. No es extraño que
utilicen el plural para referirse a los trabajos escolares, “tenemos un trabajo” . Por no hablar de la competitividad que se desata con los grupos de WhatsApp de las madres del colegio. Intentado controlar que todo sea perfecto para nuestr@ hij@, ya que, en definitiva, eso habla de nosotras y de nuestro quehacer como madres.
Agotador.
Y es que muchas madres viven de forma personal las frustraciones de sus
hij@s: si el niño no se sabe las tablas de multiplicar todavía, o si resulta
que no le gusta leer. O prefiere ver la última película de superhéroes a la
obra de teatro familiar que tu le has propuesto. Por no hablar de los
adolescentes, que ya no quieren acompañarte los fines de semana, porque quieren
salir con su pandilla.
Además, intentando no gritar, no chantajear emocionalmente, no castigar…
¡Qué cansado es educar!
Si, educar es una tarea, pero no
requiere de nosotras que seamos Perfectas.
Requiere, eso sí, que seamos capaces de asumir
y gestionar que nuestros hij@s tampoco lo son – y no es una buena expectativa
pretenderlo.
Si somos capaces de darnos cuenta de nuestras propias emociones – es decir, cuando
una conducta me enfada, cuando me entristece, cuando me produce frustración
– y sostenerlas – aceptar la tristeza, saber qué nos enfada y poder poner un límite,
saber sostener la frustración de que no todo es posible - podremos empezar a relacionarnos con nuestr@s
hij@s de otro modo.
Aprendiendo a reconocer nuestras emociones y a gestionarlas, aprendemos a
aceptar las de nuestros hijos. Con nuestro ejemplo, ellos aprenden también a
gestionar las suyas. La palabra no es control
sino gestión. De esta forma, no
interpretaremos su conducta de forma personal: no nos hacen nada a nosotros, simplemente
actuan, de forma inadecuada, porque están aprendiendo. O son más lentos. O se equivocan.
No necesitan que les solucionemos
los problemas, necesitan ser escuchados.
Para ello, es necesario que sepamos separar la conducta de la persona: nuestro hij@ es digno de ser amado por
lo que es. Está creciendo, ergo, aprendiendo.
Las emociones son siempre personales y subjetivas. No las
provocan los demás. Cuando, como madres, aprendemos a ver lo que nos frustra,
lo que nos enfada, lo que nos entristece de nuestros hijos, ya estamos haciendo
un primer paso para poder gestionarlo. Podemos decidir no gritar, no chantajear,
no castigar. Podemos, sencillamente, escuchar.
Escuchar a nuestros hij@s, significa reconocer lo
que sienten; validar sus emociones.
De esta manera estamos facilitando que pueda transitar la emoción y, salir de
ella. Una vez en la calma, podrá aprender cómo redirigir su conducta, si esta
no es apropiada o adecuada.
Reconocer y sostener nuestras propias emociones es la clave para reconocer
y permitir las emociones de nuestros hij@s. Este es el lugar de calma, afecto y
firmeza desde el cual podemos acompañar y educar.
No necesitmos ser perfectas.
No necesitmos ser perfectas.
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