Una pequeña parábola me sirve
para ilustrar este artículo. Es la imagen de la gota de rocío que se va
deslizando de la hoja. La gota siente
el miedo de soltarse, pues no sabe a donde va al caer.. Si pudiéramos preguntarle, nos
diría que teme desaparecer, perder su identidad, ya que el sentido de su identidad y de su vida ha sido, hasta entonces, sostenerse sobre la hoja
Al igual que la gota muchas veces
nosotros basamos nuestra identidad en el esfuerzo: esfuerzo en mantener
situaciones complicadas que nos desgastan, en una lucha contra lo que, en ese
momento, la vida nos pone por delante.
En las sesiones de terapia, es
frecuente escuchar historias de dolor: el dolor permanente de los hijos por que sus padres no han
sido como necesitaban; el de los padres porque los hijos no son como desean; de
las parejas porque uno no cumple la expectativa del otro, de los amigos que
atraviesan relaciones difíciles.
Las historias que vivimos con los
demás y que forman gran parte de nuestra narrativa interna, nos dan la sensación de que existimos, ciertamente, pero una existencia que nos separa de los demás. Nos ocupan una buena parte del tiempo y de nuestra
atención. Me pregunto qué pasaría si dejáramos de
atender a todas esas historias. Si
pudiéramos soltarlas.
¿Qué quiere decir soltar? Soltarse, para mí, hace referencia a dejar de luchar. No quiere decir resignarse,
sino aceptar. No significa permanecer pasivos ante las circunstancias sino conectados con nosotros mismos.
Dejar de pedir a los demás que hagan o sean aquello que nos gustaría que fueran y
ocuparnos, verdaderamente, de lo único de lo que nos podemos encargar: nuestro
apego a esas situaciones.
Soltar está más relacionado con poner conciencia en lo que nos ocurre a nosotros en una situación compleja; está relacionado con la
dificultad para asumir determinadas
circunstancias de la vida. Soltar es cesar de enfrentarnos a la realidad, dejar de luchar por cambiar aquello que no nos gusta y nos duele y volver la atención hacia nuestro interior. Este cambio de foco, de nuestro exterior a nuestro interior nos va a poner en contacto con emociones y pensamientos que son, realmente, las que nos cuesta admitir y, por tanto, gestionar.
El esfuerzo constante por cambiar la realidad; la atención desviada hacia la conducta del otro son estrategias que nos
mantienen lejos de nosotros mismos. Ocupados en los demás, perdemos, por ejemplo, la oportunidad de sentir el dolor de una pérdida y, por tanto, evitamos elaborar un duelo.
Perdernos en la relación y en la
conducta del otro es algo así como golpear una pared y enfadarse con ella
porque no se mueve, ni cambia. Y, por si fuera poco, culparla por el daño que nos causa la mano constantemente magullada y rota de tanto golpear.En casos así, lo mejor es dejar
de golpear la pared. Nos daremos cuenta inmediatamente de que tenemos
la mano rota, y eso nos permitirá atender el dolor y poner remedio a la fractura.
Atender a lo propio, por difícil que sea, nos aleja del sufrimiento. Pues el sufrimiento nos lo genera querer
evitar el dolor de afrontar que tenemos carencias, heridas, que nos asusta la soledad, que tocamos el vacío. La incapacidad para sanar nuestras heridas infantiles nos coloca en el mundo como niños que manipulan su entorno, anclados en la culpa, la vergüenza, la carencia, el rencor...
Entrar en contacto con nosotros mismos es darnos la posibilidad de abrazarnos y acompañarnos en este dolor para, desde ese lugar, poder llegar a
la serenidad y a la paz.
Y desde esta serenidad, podemos ver, acompañar, escuchar y aceptar a los demás.
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