Cuando una semilla, decía uno de mis profesores, cae en tierra fértil, crece y se desarrolla como aquello que está preparado para ser; sea árbol, flor, o arbusto.
Imaginaros una semilla de roble que cayera en terreno baldio. Sin sustrato con qué alimentarse. Quizás con pocas o excesivas horas de sol. O que, para obtener agua, tuviera que alargar enormemente sus raíces por el suelo. ¿Cómo sería el árbol resultante? Sin duda, su forma posterior estaría adecuada a las condiciones en las que tuvo que crecer.
Así ocurre con nosotros. Caemos en un terreno familiar que se nutre de determinadas creencias. Las cuales, por supuesto, estarán, a su vez, insertas en un campo de creencias sociales, culturales y, para una mujer, patriarcales. El ser que somos irá aprendiendo a potenciar todo aquello por lo que recibe mayor aprobación, al mismo tiempo que reprimiendo o negando todo aquello que no es bien recibido en su entorno.
Cuando mi hija era pequeña, solíamos pasar las tardes de invierno en una ludoteca de barrio. En ella, los niños disponían de todo tipo de juegos y juguetes: pelotas para psicomotricidad, toboganes, colchonetas, y también una enorme casita de tela, equipada con menaje, tabla de planchar...cochecitos de bebé, muñecos... Uno de los niños que compartía juego con mi hija, adoraba pasear a su muñeco en el cochecito. Era su juego preferido: cada tarde, invariablemente, al llegar a la ludoteca el niño iba rápidamente en busca del cochecito. Su madre le ofrecía alternativas: coches de carrera, caminones, pelotas, piezas de construcción...en vano. Eric, que así se llamaba, lo rechazaba todo y sólo quería recorrer los pasillos empujando aquél cochecito donde estaba su "bebé". Su madre no aceptaba estas preferencias, y, aunque no se oponía, no se mostraba satisfecha. En cambio, fomentaba aquellos juegos que, sin duda, ella consideraba más propios de un varón. Su felicidad y su contrariedad notorias tuvieron su efecto. Tiempo después, Eric ya no jugaba con el cochecito que, misteriosamente, desapareció de la ludoteca. Alguna vez hizo un amago de jugar en la casita de tela y, siempre, buscaba primero la mirada de su madre.
No sé qué habrá sido de él de mayor, pero así conformamos nuestro caracter, y también incorporamos a nuestro inconsciente una información preciosa que, años más tarde, va a condicionar nuestras elecciones en la vida.
Una mujer acude a terapia. Lleva dos años intentando ser madre, en vano. Incluso recurriendo a costosos y dolorosos tratamientos de fertilidad. Ha sufirdo varios abortos espontáneos y ha empezado a tener ataques de ansiedad y de pánico. Finalmente, decide abandonar el proceso y ocuparse de su ansiedad. En las sesiones, empezamos a descubrir lo que para ella significa la maternidad, más allá de su consciente. Rastreando en su pasado, podemos encontrar la ambivalencia de lo vivido como hija, que ha creado en ella un rechazo o un temor a repetir el rol de su madre y su abuela: ambas, mujeres trabajadoras, fuertes y positivas que, en el hogar, adoptaban un rol de sumisión y de sacrificio. Inconscientemente, ella asoció maternidad a renuncia, abnegación y sometimiento. Y en esa creencia, su cuerpo rechazaba una y otra vez la posibilidad de alumbrar un bebé.
Cuando en terapia Gestalt hablamos de encontrar la autenticidad, nos referimos a ir identificando aquello que somos de aquello que hubiéramos preferido ser y tal vez silenciamos, olvidamos, postergamos.
Y hablamos también del coraje de ser como somos, siendo fieles a nuestro ser y no a nuestros mandatos, ya sean familiares, sociales, culturales, patriarcales.
Comentarios
Publicar un comentario