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Cuando la conducta es un mensaje




Leo en La Contra de La Vanguardia un dato que me deja horrorizada: la causa más importante de muerte entre los jóvenes en Barcelona es el suicidio.
Sin querer entrar en consideraciones acerca de lo que eso dice de nosotros como sociedad y sistema, me planteo nuestro papel como padres. Cada vez son más frecuentes los diagnósticos en niños y adolescentes y, en general, observo una actitud que tiende a ubicar el problema en el “trastorno” más que reflexionar acerca de su posible significado.

Tendemos a observar la conducta como un problema en sí y, por lo tanto, intervenimos sobre ella. Del mismo modo que nuestra visión sobre la enfermedad se reduce a buscar el fármaco adecuado para combatir el síntoma, cuando aparecen los primeros problemas de conducta, en la niñez o en la adolescencia, tendemos a mirar cómo corregirlos, operando sobre el comportamiento.

Sin embargo, la conducta suele ser el mensaje que nos alerta de que algo no funciona. De la misma manera que una gripe significa que el organismo necesita descanso y reposo,  conductas de rebeldía, ansiedad, depresión, incluso ya más graves, como anorexias o bulimias, son síntomas que ponen en evidencia un problema en las relaciones, en el sistema familiar.
No todo el amor que entregamos a nuestros hijos es nutritivo: existe una amplia amalgama de posibilidades. Un exceso de protección priva a nuestros hijos de recursos para enfrentar el mundo, o  bien  les refuerza la idea de que el mundo es un lugar inseguro y la vida una situación plagada de continuas catástrofes.  Tal vez  proyectamos una  exigencia explícita sobre ellos,  o somos exigentes con nosotros mismos y eso actúa como un modelo a imitar. Los niños aprenden lo que viven.

O tal vez vivimos desconectados de nuestro cuerpo y nuestra emoción,  y les educamos desde esa desconexión,  o no supimos entender que el miedo infantil era necesidad de presencia, cariño y contacto.  Quizás no hemos sabido contener sus emociones, porque ni siquiera somos capaces de sostener las nuestras. Y tenemos así hijos que se hacen cargo de sus padres, en situaciones familiares donde los roles se desdibujan y se intercambian.

Las situaciones que se pueden dar son múltiples. Y es que nadie nos ha enseñado a ser padres. Nos hacemos padres desde nuestras propias carencias emocionales, desde nuestras vivencias sin reparar. Damos amor, si, pero muchas veces es un amor que no es bueno para nuestros hijos y que ellos “rechazan” de múltiples formas, pidiéndonos, a su manera, lo que necesitan: límites, contención, atención, escucha, calidez, comprensión.

Nuestros hijos pueden enseñarnos a ser padres “suficientemente buenos” siempre y cuando realmente abordemos su conducta como un mensaje. Y también cuando tenemos la posibilidad de revisar y entender la nuestra, sin caer en la culpa o en el desánimo.  Siempre desde la lucidez y desde el amor a nuestra propia historia como hijos, podemos entender, entonces cuál ha sido nuestro papel como padres y abordar el problema desde su causa.



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