Los seres humanos necesitamos
sentirnos integrados dentro de un grupo social, como la familia o los amigos.
Necesidad de pertenencia y de
recibir afecto dentro de cada grupo.
Esto es lo que hace que sea tan importante para nosotros sabernos acogidos por
nuestra familia, por nuestros amigos, por nuestros compañeros de trabajo o de
estudios. Saber que pertenecemos a un
colectivo nos ayuda a superar los sentimientos de soledad y alienación y nos
conecta con el amor y el reconocimiento.
La frustración de esta necesidad
fundamental da lugar a desajustes personales y a estados psicopatológicos.
Estados que serán difíciles de superar y transitar si no aprendemos a reconocer
la emoción primaria que nos embarga,
legitimarla y, desde luego, gestionar su expresión.
Reconocer la emoción primaria es una tarea ardua que
requiere mucha conciencia y, a menudo, acompañamiento terapéutico. Es necesario
que nos preguntemos cómo vivimos la experiencia de la soledad; a qué
sentimientos nos acerca. Aquellos que en
su niñez hayan experimentado más la carencia del amor, pueden percibir el hecho
de no sentirse vistos por el grupo como una desautorización a toda su persona,
incluso como un rechazo a su forma de ser. Otros caracteres se protegen de la
experiencia de la soledad aislándose o desconectándose profundamente de la
emoción. Es decir, negando aquello que se desea ya que obtenerlo es difícil.
Tan importante es satisfacer
nuestra necesidad de pertenencia y afecto
que tendemos a adaptar nuestra conducta para conseguir la aceptación del
grupo, para sabernos incluidos. Damos prioridad a obtener aprecio o estima más
que a la expresión de nuestra propia identidad. Actitudes como una extrema
generosidad, la dificultad para poner un límite o la tendencia a estar siempre
disponibles pueden esconder una búsqueda compulsiva de reconocimiento y afecto.
Lo mismo ocurre con las actitudes contrarias: el retraimiento, la distancia, la
dificultad en dar también delatan la torpeza en la relación con el grupo.
Por si esto fuera poco, un nuevo
paradigma se extiende por nuestra cultura: hay que estar conectados en las
redes sociales; nuestro éxito personal se mide por el número de amigos que
tenemos en facebook o la cantidad de gente que nos sigue. El mensaje de los
medios es que la vida ha de ser divertida, social, y, sobre todo, compartida.
Y, a ser posible, de forma inmediata.
El otro lado de la moneda es el de la
frustración: cuando nadie ha visto nuestras fotos, cuando nadie ha leído
nuestros comentarios, cuando de todas las maneras posibles, la única respuesta
que tenemos a la publicación de una parte de nuestra intimidad es el silencio,
entonces, el sentimiento de soledad es
enorme.
Si ya el sabernos o sentirnos
diferentes en nuestro entorno nos puede provocar la sensación de inadaptación o
soledad, el silencio o la falta de repercusión de nuestra actividad en las redes puede generar
auténticas crisis. Y es que no sólo estamos poniendo nuestra vida privada a la
vista, sino la del personaje que hemos construido para enseñar; un personaje
“ideal”, del cual decidimos qué mostrar y qué ocultar, y con el que esperamos
obtener el reconocimiento que, tal vez, en el mundo de lo real, no conseguimos
con facilidad.
Especialmente entre los
adolescentes, este paradigma está creando nuevas formas de marginación y de aislamiento.
Porque si la soledad ya es dolorosa de por sí, cuando tenemos la posibilidad de
compararnos con otros, se vuelve realmente insidiosa. Algunos de mis alumnos
adolescentes se autotorturan,
comparándose con otros de sus
compañeros, controlando sus publicaciones, fotos, eventos , incluso
leyendo, en grupos de watsap, como los miembros del grupo se citan sin tenerle
en cuenta. Y de este modo, al compararse, refuerzan su sentimiento de exclusión, de rechazo, de extrañamiento, de
soledad.
En cualquier caso, el primer paso
sería reconocer nuestra necesidad no satisfecha de afecto y pertenencia, y , en
segundo lugar, dar validez a la emoción que comporta. Ahora bien, validar una
emoción no implica actuarla. Por eso, la mayoría de las veces no actuamos, sino
que reaccionamos desde la incapacidad de reconocer la necesidad básica que se
ha frustrado Y esta primera reacción
ante la indiferencia o el desinterés de las redes, suele ser el enfado,
generado por la frustración que provoca
no haber recibido el eco deseado/ buscado.
Sin embargo, si ahondamos más en
la cuestión, veremos que tras la ira o la rabia que notamos y que colocamos en
los demás, está el profundo desconsuelo que nos causa el sentimiento de
soledad. Una tristeza lícita, puesto que responde a la falta del amor, tan
necesario para la vida. Paradójicamente, los mismos medios que nos comunican
nos separan y nos aíslan. Nunca la soledad fue más profunda ni la
incomunicación tan ostensible.
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