Mi hija mayor cumple 20 años.
Rebuscando entre mis escritos, tropiezo una y otra vez con la huella de sus
pasos: sus primeros garabatos, sus primeras letras, los dibujos dedicados, las
notas de adolescente. No he podido evitar la nostalgia, las ganas de abrazar a
la niña que fue, de sentarla en mi regazo, de llenarla de besos, de
atender sus miedos, de acompañar sus logros.
Recuerdo su infancia como una época muy difícil para mí…en primer lugar, por la
depresión que me atravesó cuando su padre decidió marcharse de nuestras vidas.
En segundo lugar, por la dificultad de salir adelante sola, sin abuelos, tíos,
primos o amigos en un pueblo donde no conocía a nadie, con dos niños pequeños
a mi cargo.
En aquél momento, la vida
consistía en hacer malabarismos: buscar canguros para que se ocuparan de mis
hijos por las mañanas, dejarles a comer en la escuela , rezar porque no enfermaran. Si había de hacer
alguna cosa extra, eso significaba más canguros que se ocuparan de ellos…Recuerdo
la sensación constante de cansancio: desear que se quedaran dormidos y tener un
instante para mí; recuerdo la sensación de presión, de responsabilidad, de
angustia.
Seguro que ellos se hacían eco de
esa vivencia porque en sus pequeños dibujos siempre me dan las gracias por mi
esfuerzo. ¡Mis pequeños guerreros! Los imagino tratando de cuidarme, de darme la
alegría que entonces no sentía, intentado ser suficientemente buenos para mí. Imagino el miedo que debieron pasar pensando que, tal vez, yo también les abandonaría. Un miedo que les llevaba a seguirme a todas partes y a necesitarme mucho.
En aquel momento yo no podía hacerme cargo de mi misma, ¿cómo iba entonces a darles lo que necesitaban? Lo que no tenía para mí: amor, apoyo, sustento, no podía darlo. No era una madre nutritiva ni amorosa. No era una buena cuidadora puesto que ni siquiera podía cuidar de mí. De hecho, nadie me había enseñado a cuidar de mí. Mi propia madre fue una mujer deprimida, que huía del dolor refugiándose en el trabajo. Para ella, yo fui siempre un motivo de preocupación y no de goce. Lo mismo que para mí estaban siendo mis hijos.
En aquel momento yo no podía hacerme cargo de mi misma, ¿cómo iba entonces a darles lo que necesitaban? Lo que no tenía para mí: amor, apoyo, sustento, no podía darlo. No era una madre nutritiva ni amorosa. No era una buena cuidadora puesto que ni siquiera podía cuidar de mí. De hecho, nadie me había enseñado a cuidar de mí. Mi propia madre fue una mujer deprimida, que huía del dolor refugiándose en el trabajo. Para ella, yo fui siempre un motivo de preocupación y no de goce. Lo mismo que para mí estaban siendo mis hijos.
Cuando me di cuenta de ello,
empecé a hacer terapia. Un proceso que me llevó a sanar mis propias heridas
como niña y, al mismo tiempo, me acercó enormemente a mi madre como mujer.
Permitirme llorar por lo que me dolió como niña me llevó a la compasión y a la
ternura. Pude, entonces, sostener las heridas de mis hijos, ya no desde la
culpa, sino desde la conciencia. Y abrazar en mi madre la niña herida que ella
también fue.
Desde entonces, reivindico la
maternidad consciente; la maternidad que significa alumbrarse a una misma;
sanar nuestras heridas y conocer nuestras emociones. Aprender a cuidarnos
amorosamente, aprender a disfrutar de la vida y sus regalos. A tener relaciones
sanas y no dependientes.
Y, como nunca es tarde, abrazo
ahora a mis hijos.
Gracias por abrir tu corazon... compartir sinceramente tus vivencias me permite reconocerme y también me ayuda en el camino de la consciencia, nuevamente gracias Nuria
ResponderEliminarGracias a tí, Ramón.
ResponderEliminarAquesta nuesa és molta bellesa. I és cert que mai és tard per adonar-se'n. M'ha agradat molt Núria, gràcies. En aquest camí que compartim, de mares i filles, amigues... aquest any de giragonses és generós amb nosaltres, en llum, "alumbramiento" en tants sentits...
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