Rememorando su infancia, una mujer me relata cómo a los 4
años vivió - “una noche que jamás olvidaré” – el momento en que su madre la
abandonó. Recuerda todavía su propia angustia, cómo le pedía a su padre que
dejara de golpear a la madre y cómo sus demandas no sirvieron de nada.
El padre la llevó a vivir con los abuelos paternos, así que
en una misma noche ella perdió su madre, su casa y, por extensión, lo que hasta
entonces conocía como familia. A ese dolor, tremendo para una niña, se le
añadió el dolor del abandono del padre.
Ella recuerda todavía cómo el padre, cuando venía a visitarla, le decía
“te quiero”. Y como ella, agarrada a su mano, le imploraba y le suplicaba que
no se fuera. En vano.
Como adulta, a día de hoy, todavía recuerda el dolor de la
espera, la contradicción entre la palabra amorosa y la conducta del padre, su
ausencia prolongada.
Solemos utilizar las palabras muchas veces sin ser
conscientes de lo que para el otro significan, o del contenido implícito que
tienen para quien las escucha. Especialmente para un niño, te quiero significa muchas cosas: te voy a cuidar, voy a estar a tu
lado, te voy a proteger, voy a atender tus necesidades, voy a consolarte de tu
miedo, voy a abrazar tu tristeza, voy a celebrar tus alegrías…
Para esta mujer, las palabras “te quiero” adquirieron el
significado del maltrato: así, aprendió a negar sus propias necesidades, a
saltarse sus límites, a aceptar lo que no deseaba. Ya de adulta, su primera
pareja fue un hombre que la maltrató física y psicológicamente y del cual
necesitó un largo proceso terapéutico para separarse.
En su recuerdo de este hombre se instaló el resentimiento.
Así, aunque el vínculo de pareja estuviera roto, ella seguida unida a él por su
profundo rencor y por la rabia de todo lo vivido.
En el trabajo sobre el duelo y las pérdidas tocamos el tema
del perdón. Y de nuevo nos encallamos en
el significado de la palabra “perdonar”. La acepción más común de la palabra perdón es la de remisión de la pena merecida, de la ofensa recibida, eximir,
liberar. Sin embargo, en el trabajo terapéutico,
hablamos de perdonar como una acción interna del individuo consigo mismo. No
significa asumir que hemos sido derrotados, sino que vamos a rendirnos, vamos a
soltar la ira, el rencor que todavía nos despierta el recuerdo de la ofensa o
de la persona que en su día la cometió. Y no precisamente para hacer su acción
lícita, sino para dejar de dañarnos con el resentimiento.
Tampoco
se trata de quitar la responsabilidad al otro por su conducta. Más bien se
trata de soltar ese vínculo doloroso que mantiene viva la herida. Soltar el
resentimiento. Rendirse a la evidencia de que los hechos, los acontecimientos
de nuestra vida fueron como fueron, no como los deseábamos, no como los
quisimos. Y soltar la frustración que eso nos provoca. Eso sería el perdón: un
límite interno a nuestro propio sufrimiento, para no hacer más grande el dolor
vivido. Para no prolongarlo más de lo necesario. Un acto de respeto a nosotros mismos.
Y un acto interno, íntimo, con uno mismo.
Foto: Alissa Monks.
Comentarios
Publicar un comentario