Las cosas que nos pasan en el presente son un eco de aquello que vivimos en
el pasado, ya que nos comportamos en el presente según las experiencias
vividas, que dejan en nosotros una profunda huella de la que no tenemos consciencia.
Una de las técnicas que se utilizan para adiestrar y domesticar a los
elefantes es la siguiente. Cuando el elefante es pequeño, el cuidador lo ata
con cadenas de hierro a gruesos árboles. El animal, lleno de curiosidad y vida,
tira de la cadena con todas sus fuerzas para liberarse. Como es pequeño, no
tiene la fuerza suficiente para arrancar el árbol. Así que sus esfuerzos son en
vano. La pequeña cría, por más que lo intenta, no consigue soltarse.
Paulatinamente, va perdiendo su ambición, su deseo. Hasta que, finalmente, se
da cuenta de que no puede.
Cuando el elefante es adulto, su cuidador sustituye la pesada cadena por
una cuerda. Ya no necesita amarrarlo a un árbol grueso o pesado. Puede dejarlo
atado a un junco, si es preciso. El elefante ya no tira de la cuerda. Ha
aprendido que no tiene fuerza ni capacidad para soltarse. Así que se queda
quieto.
Eso mismo nos sucede a nosotros. Según haya sido nuestra vivencia, hemos
ido aceptando que no somos válidos, que somos incapaces, que no tenemos derecho
a sentir lo que sentimos, y muchas otras creencias limitadoras.
Como el elefante, lo fuimos aprendiendo cuando éramos niños: lo escuchamos
a nuestros cuidadores, lo vimos en sus actitudes, en nuestro entorno. De niños,
no teníamos capacidad para discernir. Como el elefante, no sabíamos entonces
que nuestra fuerza se estaba gestando. Y así, nos convertimos en adultos,
ignorando cuál es nuestra verdadera esencia.
En un proceso terapéutico, la persona va recuperando el contacto con su
fuerza genuina; para ello, ha de vencer sus miedos, superar la tentación de
quedarse inmóvil, que es lo que ha aprendido, lo que ha hecho siempre para
sobrevivir. Ha de tomar el riesgo de volver a tirar una y otra vez para
comprobar que, esta vez sí, puede romper sus ataduras.
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