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ser o correr

Siempre me he vanagloriado de haber conseguido en la vida cuanto me he propuesto. He sido casi todo lo que  quería ser, a base de esfuerzo, de mucho esfuerzo y de más esfuerzo.
Ahora me siento agotada. Como si hubiera corrida una carrera contra mí misma , una carrera sin fin, cuyo único propósito es el agotamiento, la aniquilación. Y la única meta, mantenerme en marcha, corriendo.
De repente la vida, que tiene sus mandatos, me obliga a detenerme. 
Mi primera reacción, claro, es la rebeldía y la desesperación. Puedo sentir que si me paro el mundo seguirá su marcha sin mí; me quedaré obsoleta, alejada de la actualidad; perderé el tren. Me veo a mi misma en la estación, diciendo adiós a un vagón donde van los demás, sonrientes y felices, mientras yo me quedo atrás, sola.
Podría dar la vuelta a esta imagen. 
Y ver que cuando todos se van, nace la oportunidad de estar conmigo. Descubrir quién soy. Quién soy de verdad, más allá del traje de correcaminos que siempre he vestido.
Da un poco de miedo.
Miedo a ser invisible, a no ser vista. Como si la existencia nos viniera otorgada por la mirada del otro, por su aprobación, por su  reconocimiento.
Y no fuera válida en sí misma.
Cómo si hubiera una única forma de vivir y hubiera que luchar por alcanzarla. Aunque esa manera no sea la propia, aunque se oponga completamente a lo que somos. Y sin que nos hayamos planteado  siquiera, si la deseamos o no,  si nos traerá  la felicidad, la plenitud o la serenidad.
Sencillamente, nos ponen en la línea de salida y allá vamos. Corremos como locos, en pos de objetivos que, la mayoría de las veces, no nos hemos fijado nosotros. Y sufrimos cuando no los alcanzamos, cuando no somos lo que hemos aprendido que deberíamos ser.
Y nos esforzamos, y nos afanamos y nos dejamos la salud y la vida. Porque no se vive más por ir deprisa; al contrario, se percibe menos la vida, sus matices. La vida necesita paciencia y tiempo para ser degustada; calma para ser apreciada. 
Del mismo modo, el ser que somos, nuestra verdadero ser, necesita ir despacio para revelarse. Para quitarse las máscaras que, como disfraces, le hemos vestido. Y fuerza, para sostener las sensaciones que suscita tomar una decisión que no es la de la mayoría; situarse al margen de lo usual.
Detenerse es concederse tiempo a uno mismo, escucharse en lo más íntimo, recuperar aquella voz primera que tuvimos, quizás de niños. No ceder a los automatismos y decidir, en todo momento, con qué calidad queremos proseguir este camino. El de cada uno, el propio.  




  

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